19.11.05

Un amor sin esperanza. (Reforma)

Un amor sin esperanza.
Por Gerardo Australia
Reforma
(09 Agosto 2005).
Hasta ahora el único Presidente de México que nunca se casó fue Sebastián Lerdo de Tejada. La historia de este personaje quedó atrapada entre los fuegos que dominaron su siglo: juaristas y porfiristas. Le tocó enterrar a su amigo Benito Juárez en 1872, sucederlo en la silla presidencial y ser derribado por el general Porfirio Díaz en 1876.
En su biografía sobre este líder relegado, Frank A. Knapp relata que se trataba de un hombre "culto e inteligente, noble y cortés, en ocasiones austero y retraído... rechoncho hombrecito que no llegaba a la estatura normal para llenar su sombrío traje negro tan bien como llenaba el papel que desempeñó como rector del colegio de San Ildefonso".
Una de sus fotografías más conocidas hace justicia a esta descripción: impecablemente vestido, serio y cruzado de brazos, los ojos saltones y ojerosos del jalapeño, ex ministro de Relaciones Exteriores, lanzan una mirada intensa, más parecida a la de un espiritista e hipnotizador decimonónico que a quien fuera el hombre más cercano a Juárez durante sus años de peregrinación ante la intervención francesa, cuatro años que desembocaron en el triunfo de la República y en la solidificación de la imagen del Benemérito.
Claro, después Lerdo de Tejada tuvo que soportar decenas de años de, digamos, descortesía porfirista, cuando se convirtió para el público en un hombre "insensible al dolor ajeno, cerrado al amor, engreído, dictador, parrandero y glotón por añadidura" (Don Sebastián Lerdo de Tejada y el amor, José Fuentes Mares, FCE) que terminaría sus días exiliado en Nueva York.
El 32avo. Presidente de México murió en 1889, dos días antes de su cumpleaños 66. Murió soltero, desterrado, solo y un tanto amargado, aunque tuvo la dicha de enamorarse una sola vez, si bien se trató de un amor de sórdido revés.
Era la época en que el gobierno andaba a salto de mata evitando imperialistas. En 1864, Juárez y su gabinete decidieron establecerse en Chihuahua, primera de varias estancias, que duraría 11 meses de una "vida sin sobresaltos -escribe Fuentes Mares-, dedicada al desahogo de los asuntos oficiales y a las charlas con los amigos o a jugar cartas por las noches, cuando no se presentaba la oportunidad de un baile". Digo de varias, porque cuando el enemigo se acercaba lo suficiente, Juárez y sus acompañantes ponían pies en polvorosa dejando un mínimo de "400 kilómetros, desierto de por medio, entre ellos y la más próxima bayoneta francesa", como relata Fuentes Mares.
En este periodo de sustos, travesías polvorientas y aguante físico, don Sebastián conoció a la hija de un distinguido anfitrión, Bernardo Revilla Valenzuela, dos veces Gobernador de Chihuahua e ilustre liberal a quien Juárez honró con su amistad.
Manuela era la segunda de sus hijas, y sus frágiles 14 años bastaron para deslumbrar el corazón de Lerdo, entonces un tímido intelectual de 42 años. Sin embargo, en uno de los muchos bailes, don Sebastián se armó de valor y jugó la carta sentimental más importante de su vida proponiéndole matrimonio a Manuela.
Desgraciadamente la muchacha se negó, aduciendo que estaba comprometida con un destacado sastre de la entidad, un tal Adolfo Pinta. El maduro galán se dirigió al padre que, extraño a las costumbres de la época en tales materias, prefirió dejar la última decisión en manos de su hija, demostrando así que el amor a veces puede más que la conveniencia.
Cuando en diciembre de 1866 Juárez y su gobierno deciden regresar a la capital ante el evidente desmoronamiento de los intervencionistas, el despechado Sebastián no perdió la esperanza de ganar el corazón de Manuelita. Formó pues una alianza con la hermana mayor de ésta, Antonia, para que convenciera a la muchacha. Desde ese momento Lerdo de Tejada escribió un promedio de seis cartas mensuales durante diez meses, "algo extraordinario -comenta Fuentes Mares-, si se consideran las difíciles condiciones en que escribió tan copiosa correspondencia"; cartas que terminarían en octubre de 1867, cuando Antonia inexplicablemente decidió poner fin a la correspondencia, con la obvia imposibilidad de alcanzar el amor de Manuela.
La correspondencia es la evidencia epistolar de un hombre de carne y hueso, desilusionado en el amor, la mayor de las veces cansado y fastidiado de tanto ajetreo, que le tocó presenciar hechos históricos sin precedente y que comunicó la penosa tarea de un pueblo que trataba de renacer de las cenizas de la guerra: "...van catorce personas muertas de hambre", o "...la carne de caballo es un artículo de lujo", o "...se necesita agolparse desde las dos de la mañana en las puertas de la panadería para conseguir una torta de pan".
Aún así, apunta Fuentes Mares, "nuestro hombre volvía a su empaque de funcionario público, a su abandono desdeñoso, arrojado a los brazos de una elegante conformidad. La verdad es que en la vida nada se da con perfección absoluta, y para don Sebastián el año de la victoria no pudo ser el de la felicidad".

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