19.11.05

Una guerra sin humo. (Reforma)

Una guerra sin humo.
Por Gerardo Australia
Reforma
(19 Abril 2005).

"En medio de la humareda blanca de la fusilería y los negros borbotones de los edificios incendiados", relata Mariano Azuela en su libro Los de Abajo, "refulgían al claro sol casas de grandes puertas y múltiples ventanas, todas cerradas". Esta escena sucede en medio de la cruenta toma de Zacatecas a cargo de la División del Norte, ocurrida el 23 de junio de 1914.
Azuela refiere el hecho a través del ojo del espectador maravillado, el que observa con claridad prístina la batalla desde su puesto en alto; desde ahí, dice, puede ver hasta las ventanas, "todas cerradas". Esto no era una costumbre en las batallas revolucionarias, ya que normalmente durante y después del combate había tal humareda, causada por las detonaciones y los incendios, que no se podía ver más allá de la nariz de un cañón.
Pero todo eso cambió cuando se utilizó por primera vez la pólvora sin humo, invento relativamente nuevo de fines del siglo 19. La pólvora común y corriente es un menêge a trois entre nitrato de sodio, carbón y azufre, que una vez hechos polvo (de ahí el nombre) forman el explosivo. Para el siglo 10 la pólvora ya se usaba con propósitos militares. El cañón de metal más antiguo de que se tiene noticia data de fines del siglo 13.
Sería hasta 1886 cuando el francés Paul Vielle inventó un tipo de pólvora que cambiaría el perfil de la guerra. Este nuevo explosivo aventajó en fuerza de proyección y poder devastador al usado hasta entonces. Con ella la palabra "destrucción" encontró nuevas dimensiones, y no sólo cambió radicalmente la infantería, sino también la caballería y la artillería.
Desde ese momento, la logística y la táctica militar no volvieron a ser las mismas al conducir una batalla, pues se había remediado, como dice Jean de Bloch, autor de El Futuro de la Guerra (1898), el insoportable problema de la considerable emanación de humo que cubría totalmente el horizonte.
Lo que hizo Paul Vielle fue pólvora con nitrocelulosa gelatinizada, mezclándola con alcohol y éter. La mezcla la hacía pasar por unos rodillos que formaban unas finas hojas que después cortaba con una guillotina para darle el tamaño deseado. El primero en apadrinar el invento fue el ejército francés, con su fusil de repetición Lebel con el calibre reducido a 8 milímetros modelo 1886, donde la velocidad inicial de disparo sube de 400 a más de 800 metros por segundo.
Sin embargo, la invención de Vielle va más allá: con la pólvora sin humo los medios de hacerse invisible adquirieron una nueva pertinencia.
"La trinchera, la emboscada, la lobera, los fosos, las nubes de polvo (no de pólvora), volvieron a aparecer en los tratados de estrategia de los ejércitos europeos", comenta el escritor mexicano José Aguilar Mora. "La guerra se volvió un espectáculo para mirarla (y) las nuevas reglas tuvieron como eje principal esta relación complementaria de la visibilidad con la invisibilidad".
La nueva pólvora no dejaba ningún residuo en el ánima del cañón, algo que no sucedía antes y que era de suma importancia, pues podían dispararse cientos de veces sin tener que limpiar el cañón.
La potencia de este tipo de pólvora hizo a que se redujeran considerablemente los calibres; gracias a ella se pudo reducir el peso de las armas, además de que era estable e insensible a los cambios de temperatura y golpes, más sencilla en su fabricación y almacenaje; a diferencia de la pólvora corriente su manejo no era tan peligroso, gracias a su lenta combustión. Por otro lado por fin el soldado podía disparar sin que el humo de su arma delatara su posición.

A todo esto también ayudó la aparición en escena de un dúo terrible.

"La munición de acero, que no se deformaba con el impacto, y el fusil de repetición, que no se tenía que cargar a cada disparo. Esta nueva pareja poseía una efectividad extraordinaria: en un terreno plano y a una distancia de 600 metros, las nuevas armas eran 100 por ciento infalibles; las armas anteriores, en cambio, sólo cubrían con efectividad una distancia de 130 metros", dice Aguilar Mora en su libro Una muerte sencilla, justa y eterna: Cultura y guerra durante la Revolución mexicana (Era, 1990).
No en balde en la novela de Azuela, el capitán Alberto Solís -gente de Pánfilo Natera-, dice contemplando conmovido la batalla desde el escondrijo, donde estaba metido "por precaución": "¡Qué hermosa es la Revolución, aun en su misma barbarie!".
La infalible pólvora sin humo era muy efectiva y había dejado a Zacatecas cubierta de muertos, con los cabellos enmarañados, manchadas las ropas de tierra y sangre, y en aquel hacinamiento de cadáveres calientes, mujeres haraposas iban y venían como famélicos coyotes, esculcando y despojando, como describe Azuela al final de la primera parte de Los de Abajo.
En el programa oficial de las fiestas del Centenario de la Independencia Porfirio Díaz debía inaugurar, entre otras muchas cosas, la columna de la Independencia, el Hemiciclo a Juárez, el manicomio de La Castañeda, cerca de Mixcoac, el Parque Obrero de Balbuena (donde se repartieron tamales y atole a la concurrencia), la Estación Sismológica Central, en Tacubaya, y una fábrica de pólvora sin humo, gracias a Dios sin domicilio conocido.

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